Desvarío I. Prólogo
¿Cuándo había empezado a nevar? Lucía miró asombrada la fina capa blanca que cubría las tablas de madera que pisaba, y con los ojos vidriosos y los dientes castañeando, sintió por primera vez el frio atravesándole la piel.
Nadie la rodeaba, el mal tiempo había desalentado a los que paseaban por la orilla del Han, y los ruidos de la ciudad sonaban lejanos, amortiguados por ese silencio que dejan los copos recién caídos.
Aún aturdida sacó el móvil del bolsillo del pantalón con manos temblorosas y, haciendo caso omiso a los mensajes y llamadas perdidas, comprobó sorprendida lo tarde que era. Su mente era un caos, y con el corazón roto en mil pedazos se preguntó si, como su madre le advirtió, realmente había cometido el error más grande de su vida.
Volvió la vista al otro lado del río a las luces que ya no le parecían tan brillantes e intentó poner orden en sus pensamientos. ¿Era posible que se hubiera equivocado tanto? Había dejado su vida, su familia y sus amigos a miles de kilómetros de distancia y todo por qué, por una fantasía?
Con el cuerpo aterido y la mente obnubilada se dirigió a la parada del autobús... ¿Qué número era el suyo? Incapaz de recordarlo decidió que sería mejor coger un taxi y en su prácticamente nulo coreano indicó las señas de su apartamento al conductor. Este, antes de arrancar, murmuró algo que Lucía no comprendió, pero tampoco le importó, y mientras el taxi sorteaba el tráfico caótico de última hora de la tarde, fijó la mirada en la ventanilla sin realmente ver nada.
¿Qué iba a hacer ahora? Estaba sola en un país en el que no conocía apenas a nadie, con un idioma que aunque adoraba le costaba horrores aprender y un trabajo al que aún se estaba intentando amoldar. Empezando de cero por su sueño que, sin haberlo visto venir, se había convertido en una pesadilla.
Exhalando, dejó escapar un suspiro y cerró los ojos mareada, intentando calmar la nausea que se había instalado en su garganta. Sintió el móvil vibrar en su mano, y aún con los últimos estertores de esperanza, bajo la vista para comprobar la identidad del emisor. Era Lena. Su amiga y confidente, la única que lo sabía todo. Eso solo podía significar una cosa: la noticia se había hecho pública y había dado la vuelta al mundo.
Quizás debería dar gracias que apenas nadie supiese su historia, que la vergüenza, la humillación y el dolor no fuesen compartidos. Esbozó un amago de sonrisa irónica, que se quedó en una mueca temblorosa. Y es que eso era todo lo que ella había sido y sería, un secreto.
Ignoró la llamada y le envió un mensaje escueto a Lena. “Estoy bien”. No hacía falta más, sabía que ella había entendido lo que Lucía no había escrito, tenían ese grado de conexión mental que les permitía adivinar lo que pensaba la otra con pocas palabras. Lucía agradecía su mensaje implícito en la llamada: “Estoy aquí, te apoyo” y Lena entendía el no escrito “no estoy preparada para hablar de ello”.
Levantó la vista al darse cuenta que el taxista le hablaba, miró por la ventana y comprobó que habían llegado a su casa. Tras pagar, bajó de coche y caminó con lentitud por la acera resbaladiza, más por extenuación que por precaución, hasta llegar a su portal. Y frente a las escaleras fue cuando sus diques de contención se rompieron. Las primeras lagrimas, silenciosas, cayeron al pisar el primer escalón, en el primer piso sus ojos eran una tormenta que le dificultaba la visión y al llegar a su puerta el cuerpo le temblaba por el esfuerzo para contener el llanto. A duras penas consiguió abrir la puerta, se quitó los zapatos y allí mismo se dejó caer, sollozando desconsoladamente, con el pecho agitándose salvajemente y una angustia infinita oprimiéndole el corazón. Y así, agotada física y mentalmente, lloró en el suelo hasta quedarse sumida en un sueño intranquilo.
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